sábado, 2 de diciembre de 2006

AVANCE HACIA EL PASADO


Antonio Zoido.
Monasterio (Badajoz), 1944
Estudió Filosofía en Roma y Madrid. Trabaja en Comisiones Obreras. Militante del Partido Comunista P.C.E. Condenado a 7 años por sedición, asociación ilícita y propaganda ilegal, cumple 3 años de cárcel. En 1974 organizó el Partido del Trabajo en Andalucía.
En la actualidad trabaja en la Consejería de Educación y Ciencia.


Hace apenas un siglo, Andalucía no existía oficialmente. La división administrativa, introducida por Fernando III de Castilla y León, la había dejado configurada en cuatro territorios: los “reinos” de Jaén, Córdoba, Sevilla y Granada. Las voces de “Andalucía y andaluces” sólo se enmarcaba en el lenguaje de la calle, y en algunas referencias literarias, como las de Cadalso en sus Cartas Marruecas o las de los libros de los viajeros anglosajones (Richard Ford, george Brown, Washington Irving...).
Las fuerzas burguesas que derribaron el antiguo régimen tampoco reconocieron la existencia de Andalucía. Al contrario: fue precisamente un andaluz, Javier de Burgos, el que dividió al Estado Español en provincias, siguiendo el modelo frances de las Prefecturas y “concedió” al territorio andaluz estar troceado de una forma arbitraria y antinatural.
Y sin embargo, este hecho geográfico que comenzaba en el difícil paso de Despeñaperros, era también un hecho histórico, diferenciable y diferenciado a ojos vistas, que había tenido una espléndida realidad en Tartessos, en Turdetania, en la Bética y, sobre todo, en Al-Andalus, corazón del mundo durante varios siglos. Si después dejó de existir, ello se debió a causas externas e impuestas. Por eso en cuanto a aquellos territorios del Estado que había tenido en siglos anteriores una vida propia, comenzaron a reclamar la libertad al calor de las conquistas de la revolución industrial, Andalucía exigió también, desde el primer momento, ese derecho a la existencia, sacando la voz de no se sabe dónde, como una prueba más de que, a pesar de todo, seguía existiendo.
Cuando aquí y ahora nos debatimos en una encrucijada esencial y que se plantea todos y múltiples sectores de la sociedad andaluza es necesario hacer una reflexión que trae consigo cualquier momento trascendental, es muy importante realizar, por tanto, una reflexión desapasionada (o si se quiere, apasionadamente desapasionada) que nos permita encarar el futuro.
La historia de Andalucía , de nuestra tierra, está, desde hace siglos, llena de tópicos y mitos; ha sido (como se dijo en Madrid en los ochenta) intoxicada. Para nosotros da lo mismo que esa mitología (o esa intoxicación) haya sido llevada a cabo consciente o inconscientemente; el caso es que existe y que somos los andaluces los que padecemos las consecuencias. Buena prueba de ello es que todavía hoy, se nos intenta meter la teoría de que todo empezó un 28-F (y en esta fecha, se intentó utilizar la teoría del 4-D, utilizándola como arma para eliminar nuestra memoria histórica primero, y después como elemento de distorsión de las movilizaciones populares por la consecución de unos territorios autónomos, Autonomía Nacional y Popular).
Es evidente que el pueblo andaluz salió masivamente a la calle el 4 de diciembre de 1977 –lo mismo que dos años después y el 28-F- para exigir su autonomía, para rei-vindicarse como pueblo, pero ahí no empezó todo. Casi cien años antes, en 1883, se plasmaba ya el primer proyecto de Estatuto de Autonomía, la Constitución de Anteque-ra, como fruto de las corrientes antiabsolutistas, siempre vivas en Andalucía y que identificaban la caída del antiguo régimen con el paso a un Estado federal puro, o sea, construído mediante pactos entre iguales.
A partir de entonces, la lucha por la Autonomía ha sido una consatnte en nuestra tierra, incluso en los períodos más negros, como el de la dictadura franquista, aunque al principio de éste, después de haber sido asesinada la voz del andalucismo, sólo brillara sobre la tierra donde cayó sin vida Blas Infante, la tenue luz de los estudios y entusias-mos de un desconocido médico rural: José María Osuna. Los trabajos que siguen van a demostrar palpablemente la continuidad de este proceso y, por eso, no debo insistir más en ello.
Quiero insistir, sin embargo, en que a pesar de que exista un siglo de lucha autonómica continuada que cubrió su primera etapa un 28-F de 1980 y que constituye el objeto primordial de esta obra, tampoco ahí empezó todo. Hay que insistir en que la realidad andaluza es antigua aunque en un determinado momento se truncara por violencia de fuerzas extrañas.
Rafael Cansinos Assens, desconocido por los medios españolistas de comunicación, como la mayoría de nuestros heterodoxos, decía que el andaluz era, como la arena fina del desierto, el último producto majado en el almirez del tiempo, sus fiestas, “el acto público de contricción de un pueblo que no ha sabido dominar la historia e imponer al mundo el ídolo de su propia alma” y su copla “la confesión del fracaso de una raza” y su “venganza sobre el destino y sobre los demás pueblos a su dolor indiferentes”.
Así ha sido desde el fin de la Edad Media y ojalá que ahora todo cambie y que, pese a todo, nosotros podamos ser nosotros. Pero es indudable que no lo seremos, que no podremos serlo, si no vamos conociendo nuestro pasado.
Antes de que comenzara a desarrollarse el proceso hacia nuestra Autonomía dentro del Estado Español, antes de que existiera, incluso, ese Estado, existió un hecho certísimo: Al-Andalus, que tiene unas fronteras móviles como todo país en los siglos de la desaparición del Imperio Romano, pero que, de ninguna manera, puede ser asimilada a Península Ibérica y menos, a la España actual. En cualquier Historia(-eta) de España (véase por ejemplo Gª Cortázar, Historia de España, ed. Alfaguara) queda perfectamente demostrado cómo hasta el siglo XI los avances delos astur-leoneses y de los castellanos se realizan únicamente en función de su crecimiento demográfico y sin ninguna oposi-ción.
Al-Andalus comienza a existir, en realidad, a mediados del siglo IX, indepen-dientemente de que se parta de la teoría tradicional de un rápido asentamiento árabe-bereber en el siglo VIII o de que se sa partidario de la tesis de que la Bética romana pasó de la órbita bizantina a la siria cuando los Umayya comienzan a controlar hege-mónicamente –aunque no absolutamente- el Mediterráneo y cuando tienen lugar con-siderables movimientos migratorios desde los aledaños del Sáhara.
Personalmente comparto esta teoría porque me parece que se ajusta más a la lógica histórica, a la realidad de las tierras sureñas peninsulares (civilizadas desde muy antiguo, con claras connotaciones orientalizantes y unidas tradicionalmente a las nortea-fricanas) y, por último, porque de despejan las incógnitas que aparecen cuando se quiere establecer la base de un asentamiento árabe fulgurante.
Está cada vez más claro que la penetración de la civilización islámica en nuestro país se realiza de forma muy lenta y con características propias debidas al entrelazamien-to de los elementos autóctonos. Desgraciadamente, los estudios de la escuela arabista, minoritaria pero tenaz, que partiendo de jesuitas del siglo XVIII fue continuada por De-metrio de los Ríos, Pascual Gayangos, Julián Ribera, Asín Palacios, Benjamín Palencia, Torres Balbás, Emilio García Gómez...han sido hasta ahora casi desconocidos por los Andaluces porque nadie en el Estado ha intentado aplicar un antídoto a la intoxicación.
Pero no por desconocidos esos estudios dejan de ser certeros y profundos (lo mismo que lo son en otra línea, las investigaciones de Ignacio Olagüe), ni nosotros, los andaluces, dejamos de tener para con todos ellos, una deuda que un día tendremos que reconocer haciendo que sus nombres sean recordados en nuestras calles, plazas y monumentos y sus libros profundamente difundidos.
Pues bien, toda esta obra, que no ha sido sino la paciente labor arqueológica que va acabando con los mitos, ha dejado claro como en Al-Andalus se hablaba una lengua romance derivada del latín, que después se escribiría con caracteres arábicos (Cfr. Hª de los jueces de Córdoba de Aljoxani, trad. Por Julián Ribera, Todo Ibn Kuzmán de Gª Gó-mez, etc.); cómo la arquitectura románica y gótica están influidas por las técnicas cons-tructoras andalusíes (Torres Balbás); cómo la poesía, el comercio, el pensamiento filosó-fico...de Europa han tenido su origen en Al-Andalus. Desde la rima hasta las ferias de Medina del Campo o de Campaña, desde la música a la división entre el poder religioso y el civil, verdadera piedra angular de la nación moderna, sólo hay caminos que parten de Córdoba, Sevilla, Granada o Almería.
Nadie, NADIE, ha influido tanto en el pensamiento occidental, si exceptuamos a Aristóteles, como Ibn Rush –Averroes- sin el que hubieran sido impensables Tomás de Aquino, Juan de Jandum, Maquiavelo...y Mendizábal.
Al-Andalus existió como una espléndida realidad y comenzó a existir sin conquis-ta. Dice Miguel Cruz (aunque partidario de la tesis tradicional) en su Hª del pensamiento en el mundo islámico:“la llegada del Islam a la Península Ibérica fue un fenómeno natural en la dialéctica de la expansión árabe-islámica...el salto a la península ibérica nos parece-ría hoy, sin las mitificaciones históricas (subrayado mío), natural e inevitable”. “Saltar de las costas del Norte de África a la Península siempre fue fácil, la vieja tesis de la pérdida de España, mitificación histórica para justificar el hundimento hispano-godo y la necesi-dad de una reconquista sigue aún vivo y la repiten los libros” En términos parecidos se expresan desde autores de grandes obras, como Vicens Vives, al del término “Islam” en la gran enciclopedia de Andalucía.
Si no hubo conquista, mal pudo haber reconquista. Y así tendremos que empezar por el principio para deshacer equívocos y llevar al lector paso a paso.
En las tierras del Sur de la península Ibérica existió desde muy antiguo un foco de civilización conocido por las grandes culturas protohistóricas.
Salomón construyó el Templo de Jerusalén –dice el libro de los reyes del Antiguo Testamento- con oro y bronce de Tharsis, la civilización que estudiara Schulten y de cuyo principio encontramos rastros también en la mitología griega. La leyenda de Hércules separando las columnas quizás no tenga otro significado que el hundimiento, por el cen-tro de un territorio que comprendía la parte Sur de la península ibérica y una gran zona del Norte de África. Las del robo por el mismo semidios de las Hespérides o de los toros propiedad de Gerión significarían esa serie de colonizaciones que nuestros antepasados tuvieron que soportar.
Esta situación llegaría a su punto máximo en la época romana, en la que la “provincia” llamada primero “Ulterior” y después “Bética” tuvo que sufrir todo lo que es consustancial a la colonización por una metrópoli. Nuestras fértiles tierras, propicias para cultivos minuciosos, fueron dedicadas en grandes extensiones, a cereales que abastecieran de pan a la urbe y a sus legiones y de cebada o avena a sus cabalgaduras; la riqueza minera sufrió el mismo éxodo.
La desmenbración del imperio supuso la separación de Oriente y Occidente, y fue aprovechada por las tribus bárbaras y, fundamentalmente, por los godos, para intentar crear, dentro de sus fronteras, un ámbito de poder, pero la Bética permaneció fuera de esas estructuras y unida –en unos períodos menos y en otros más- a Bizancio, la capital del imperio de oriente.
Dentro, incluso, del campo histórico profesional abundan opniones como las del profesor Bendala (Cfr. Historia de Andalucía Vol. I Ed. Planeta) que dice: “En la Bética no se produjo un verdadero asiento popular (visigodo), como sucedió en otras regiones; por tanto, si en toda la península el aporte de población germana sólo representó el 50% respecto a la hispanorromana, en el Sur el porcentaje resulta casi inapreciable”.
Mal puede hablarse, por tanto, refiriéndose a Andalucía, de población “hispano-visigoda”. La población de la antigua “provincia” Bética siguió autóctona y gran parte del territorio en que vivía se encontro hasta el siglo VII en lo que hoy llamamos órbita de Bi-zancio, el mayor centro comercial de la época.Con Bizancio está enlazada la cultura del territorio “andaluz” y “bizantino” es el pensamiento de personalidades como San Isidoro.
En estas circunstancias, la conversión de Recaredo (por conveniencias políticas) a las doctrinas trinitarias no afectó a las tierras de la Bética, donde –lo mismo que en las del norte de África- se encontraban mucho más afianzadas doctrinas unitarias como las de Arrio, Nestorio, Donato y otras que, a la postre, harán fácil la asimilación del unitarismo islámico.
Cuando se produce el hundimiento visigodo que se debe fundamentalmente a guerras civiles entre distintos bandos, como aparecía incluso en los libros de estudios prima-rios del franquismo, en las tierras de la Bética no existe unidad política, ni religiosa, ni económica y algunos intentos de apoderarse del pasado visigodo, como el de Abd´-al-Aziz en Sevilla, fracasan.
En el otro extremo del mediterráneo, el Califato de los Umayya en Damasco está arrebatando terreno a Bizancio y después de la conquista de Egipto, la fundación de Kair-wan y el salto a Sicilia con incursiones en la península Itálica, comienzan a dominar el mediterráneo.
Los sirios islamizantes de Mu´hawiya sustituyen a los bizantinos en las rutas comerciales e inician un proceso de unificación ideológica interna y de propaganda de su poder (acuñación de moneda, los besantes dejan de ser el “patrón” monetario y son susti-
tuidos por los dínares o “manqusos”, cambio en la ornamentación –islamización de las orlas de vestido...- difusión del árabe en traducciones de obras de la Antigüedad y documentos oficiales y comerciales...)
Los bizantinos, preocupados ante todo por conservar su independencia ante el nuevo poder retroceden ideológica (aceptación de las doctrinas romanas) y estratégicamente. Las costas andaluzas se pueblan de navíos sirios y coptos y de factorías bajo el patronazgo de los Umayyas. Cuando los abbasidas irakíes los derroten, el centro del Dar-al-Islam (los países musulmanes) se desplazará a Bagdag y al Índico, y Abd-al-Rahman ibn Mu´hawiya (Abd-al-Rahman I) encontrará refugio en las tierras del Sur de la península ibérica como si se repitiera –pero esta vez con éxito- el intento de Sila al final de la Roma republicana. También han comenzado a penetrar bereberes emigrados de sus tierras desertizadas y en las que también –en años anteriores (741)- se han asentado numerosos sirios intentando crear una red administrativo-comercial de “clientes” Umayya.
Abd-al-Rahman ibn Mu´hawiya desembarca en las costas de Motril o Almuñécar en el año 755 en medio de una situación en las que unos buscan un espacio para dominar, y otros un espacio para vivir. Aparece, por lo tanto, en un país convulso. En un rápido proceso, que las historias idealizarán después transformándolo en una larga marcha de Lonja a Córdoba, Abd-al-Rahman logra una primera –o primaria- unificación.
En esa larga marcha, iniciada según la leyenda sin bandera hasta que un cualquiera (la pronunciación de la palabra arábiga sonará “flamenco”) ató una prenda de vestido verde a una pica, nació Al-Andalus.
Hisham, Al-Hakam, Abd-al-Rahman II, Muhammad y Al-Mundhir continuan la línea de homogenización iniciada por el primer Umayya andalusí, no sin dificultades. Como en todo proceso político, a una primera etapa “heroica”, siguen momentos zizagueantes en el terreno organizativo. Los focos de insumisión eran todavía numerosos debido principalmente a la enorme variedad de poderes locales con raíces en familias patricias de origen romano, núcleos de comerciantes judíos, restos del poder militar visigodo, etc. Y a la presión de beréberes, sirios y otros orientales inmigrados que tampoco eran unánimes doctrinalmente (existían ya corrientes jurídicas y religiosas distintas partidarias de Al-Awzâ´î, de Malik o Shi´ies –chiitas-), sin olvidar además las razzias normandas que asolaban las costas.
Si existe un eslabón entre la primera etapa “heroica” de Al-Andalus, el cénit del Califato de Abd-Al-Rahman III y la exhuberante floración de las taifas, ese es Abd-Al-Rahman II, hasta el punto ed que puede ser considerado primer califa.
Es entonces cuando llega a Córdoba el mítico Ziryab, mal avenido con la administración abbadí e Bagdag, cuyo genio legaría a toda la posterioridad el pentagrama y los tiempos musicales; y cuando Yahyá ibn Yahyá se yergue como portador de las doc-trinas jurídicas y filosóficas encarnadas en el movimiento de los mu´tazila que harían de Al-Andalus una sociedad tolerante, que cree en la libertad personal, y darían las obras de Ibn Masarra, Ibn Bayya (Avempace), Ibn Tufayl (Abentofail) e Ibn Rushd (Averroes).
Al-Andalus es, desde la época del segundo Abd-Al-Rahman una potencia inde-pendiente y reconocida como tal por numeroso poderes y, especialmente, por el Imperio Bizantino que manda a Córdoba sus embajadores.
Abd-Al-Rahman III sólo tuvo que esperar “tranquilamente” el momento propicio para proclamarse califa, proscribir el lienzo negro de los abbadíes y volver a enarbolar el color blanco de la tribu de Muhammad. Al-Andalus floreció, pues, como una simbiosis de lo oriental con lo occidental.
Cuando el Califato de Córdoba conducido a la decadencia por la política expansionista de los ´Amiríes a partir de Al-mansur (Almanzor) se desmembra, surgen las taifas pero, contrariamente a lo que pudiera pensarse, Al-Andalus no desaparece.(sub. Mío: a nadie de la época se le ocurriría decir entonces que Al-Andalus había desaparecido, ni en broma.) Al contrario: florece todavía más en esos territorios (monárquicos unos, republicanos otros) con fronteras internas más o menos naturales entre ellos y unidos con visiones y pareceres civilizadores muy cercanos.
Se eleva la producción y el comercio de frutos agrícolas costosos, de seda, de objetos de metal o de marfil, de cerámica... al mismo tiempo que lo hacen también el pensamiento y la poesía. Y no sólo la casida sale de la rudeza del desierto al compás del agua que corre por todas partes, sino que se extienden por doquier los géneros autóctonos, la moaxaja y el zéjel, como prueba de que las artes llegan (llegan, y salen, y llegan) hasta los niveles inferiores de una sociedad.
Las taifas fueron, sin lugar a dudas, una primicia de sociedad utópica (como el Egipto de Akhenaton, como la Atenas democrática, como Yenán, como los intentos cantonalistas del siglo XIX) que quiso adelantarse en varios siglos a su tiempo. Poco después florecerían las republicas marineras italianas, la Liga Hanseática, la Federación Ger-mánica...pero un poco antes fue imposible. Se estaban formando, al Norte y al Sur, dos poderes que dividirían varios siglos después del mundo: los Imperios europeos y los Imperios orientales. Y Al-Andalus, (centro geográfico de entre esos dos bloques y civilización de cultura desde milenios atrás) era una presa demasiado preciosa como para quedar al margen.
Comienzan así a producirse las agresiones feudales de castellanos y catalano-aragoneses y la de los almorávides, almohades y meriníes y las tierras andaluzas serán, a pesar del esfuerzo de caudillos como Ibn Hûd, campo de batalla, campo de esquilmacio-nes y campo de colonización (que parece ser eterna). Al final ganarían a la cultura las mesnadas castellanas, los monjes-guerrero de Císter y de Cluny y las órdenes de caballería. Entre ellos se repartirían la propiedad y la jurisdicción de las tierras andaluzas(llevandose incluso por delante la vida, la cultura, la identidad de los andaluces, todo). Cuando hoy sigue la lucha, después ed ciento y pico de años, por una reforma agraria que acabe con los latifundios, el medio millón de jornaleros y los andaluces, en definitiva, tenemos que mirar, pues, el problema agrario no sólo como problema social, no sólo como una confrontación necesaria. Vital, liberadora entre explotadores y explotados, no sólo como una lucha técnica por salir de la pobreza. Pascual Carrión dijo a este respecto: “Los latifundios andaluces tienen su origen en la conquista y en la política (desamortización); la naturaleza no ha tenido nada que ver en este engendro”.
Los albores del siglo XIII suponen para Andalucía el derrumbe por la fuerza de las armas, de una civilización construida durante cinco siglos, y un retroceso en todos los órdenes. Del cataclismo sólo se salvó, durante 150 años, el Reino Nasrí de Granada (último reducto del Al-Andalus libre, puesto que en él residían la mayoría de andalusíes desplazados por las fuerzas de ocupación), en el que hasta 1492 siguió resistiendo Al-Andalus. Tanto es así que mientras los Reyes Católicos no toman Granada no pueden fundar –porque no podían fundarlo- su “Estado moderno”, principio y germen del Imperio español en Europa y América.
Al-Andalus, por reducción al absurdo, existió porque dejó de existir. Porque dejaron de existir un pueblo, una cultura y una civilización en su estado libre. Y Al-Andalus existió y existe porque continuaron existiendo un pueblo, una cultura, unos restos civilizadores y porque, a pesar de todo, Andalucía siguió y sigue siendo distinta. Para bien o para mal. Han seguido, desde entonces acá, los latifundios y la explotación colonialista de todos los recursos. Y han seguido, -escabullándose por mil vericuetos- el cante, las hermandades y gremios, los linajes, la forma de vivir, de comer, de amar... el estilo.
A pesar de todo. A pesar de que intentaran borrar los últimos reductos de vida andalusí con las campanas masivas de conversiones, y con las prohibiciones de lengua, vestido y costumbres a los moriscos. Y su exilio masivo, primero hacia el interior y después en menor medida, a África en vastas operaciones que, de haberse producido ahora, tendrían tanta importancia como el expolio de los palestinos, las segregaciones de Rhodesia o Sudáfrica o el exterminio de indios americanos...pero que las historias que hemos estudiado han minimizado, e incluso, omitido.
Aunque proscritos y truncados, el espíritu y la cultura de Andalucía continuaron vivos, superando todos los obstáculos y no sólo resistiendose aquí sino pasando también a influir en la vida de otros pueblos ibéricos y americanos siglos y milenios atrás. De derrota en derrota, el espíritu andaluz llegó hasta esos años en que las tierras peninsulares comenzaron a descoser las puntadas que las habían mantenido forzosamente unidas a Castilla y llega hasta hoy después de haber superado obstáculos que se colocaron para que fueran insuperables.
Y hoy, cuando se han superado esas mil trampas, pero dejándonos jirones muy importantes de nosotros mismos en cada una de ella, nos llamarán para que digamos, mejor dicho contestemos a una pregunta desde Madrid. SI o NO a un determinado marco de AUTONOMÍA. Que digamos sí o que digamos no es lo que van a decirnos mucha gente que no comprenden –o no quieren comprender- esa vieja realidad andaluza y esa larga lucha por mantenerla. Yo creo que todo andaluz que sienta a su tierra debería decir: a pesar de todo. Esto es lo que realmente creo advertir en el pensamiento de Blas Infante:
“Los que hacen de la política una profesión exclusiva y excluyente (como una propiedad) hablan de conflictos entre ideas y realidades...La diferencia entre ellos y nosotros es ésta: para ellos, las realidades de un país son los intereses creados, para nosotros, los dolores creados por esos intereses”(Manuscrito M-ABO-8).

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